la camisa del hombre

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la camisa del hombre feliz

En las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivió un zar que enfermó gravemente. Reunió  a los mejores médicos de todo el imperio, que le aplicaron todos los remedios que conocían y otros nuevos que inventaron sobre la marcha, pero lejos de mejorar, el estado del zar parecía cada vez peor.


Le  hicieron tomar  baños  calientes y fríos, ingirió jarabes de eucalipto,  menta  y plantas exóticas traídas en caravanas de lejanos países. Le  aplicaron ungüentos y bálsamos con los ingredientes más insólitos, pero la salud del zar no mejoraba. Tan  desesperado estaba el hombre que prometió la mitad de lo que poseía  a  quien  fuera capaz de curarle. 


El anuncio se propagó rápidamente,  pues  las pertenencias  del gobernante eran cuantiosas, y llegaron médicos, magos y curanderos de todas partes del  globo  para intentar devolver la salud al zar. Sin embargo fue un trovador quien pronunció:  

 —Yo sé el remedio: la  única  medicina  para vuestros males, Señor.

Sólo hay que buscar  a  un hombre feliz: vestir su camisa es la cura a  vuestra enfermedad. 


Partieron emisarios del zar hacia todos los confines de la tierra, pero encontrar a un hombre feliz no era tarea fácil: aquel que tenía salud echaba en falta  el dinero,  quien lo poseía, carecía de amor, y quien lo tenía se quejaba de los hijos. Mas una tarde, los soldados del zar pasaron junto a una pequeña choza en la que un hombre descansaba sentado junto a la lumbre de la chimenea:


—¡Qué bella es la vida! Con  el trabajo realizado, una salud de hierro y afectuosos amigos y familiares ¿qué más podría pedir? 

Al enterarse en palacio de que, por  fin,  habían encontrado un hombre feliz, se extendió la alegría.


El hijo mayor del zar ordenó inmediatamente:    —Traed prestamente la camisa de ese hombre. ¡Ofrecedle a cambio lo que pida! En  medio  de una gran algarabía, comenzaron los preparativos para  celebrar la inminente recuperación del gobernante. 

Grande era la impaciencia de la  gente  por  ver volver a los emisarios con la camisa que curaría a su gobernante, mas, cuando por fin llegaron, traían las manos vacías:    

 

—¿Dónde  está  la camisa del hombre feliz? ¡Es necesario que la vista mi padre!  

 

 —Señor -contestaron apenados los mensajeros    - el hombre feliz no tiene camisa. 

Leon Tolstoi

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